El otoño ha hecho entrada, atrás queda ya un calido e interminable verano. Frescos amaneceres avanzaban hace días su entrada. En breve, multitud de hojas cubrirán el asfalto de nuestras ciudades al tiempo que nuestros pies se abren camino entre tan efímeras alfombras.
El otoño, estación de transito, la antesala de un frió invierno y de unas siempre inoportunas fiestas navideñas. Quizás por eso, y anticipándome a la caída de la hoja, la otra tarde decidí hacer una visita a mi peluquero, mi cinéfilo peluquero.
Nunca me he caracterizado por mi barberil fidelidad. A lo largo de mi vida he cambiado de peluquero como lo hago de canal de televisión. Como si de un zapping se tratara, he alternado clásicas barberías con Academias de peluquería o estilosas franquicias.
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Nunca me ha gustado ir a la peluquería, pero admito que sentir el paso de la maquinilla por mi cuero cabelludo al tiempo que disertamos apasionadamente acerca de cual de las 3 películas de El padrino es la mejor, tiene su punto. Sin ir más lejos, el otro día tuvimos una interesante conversación sobre el cine de Arturo Ripstein, mientras me igualaba las patillas. Nada que ver con las interminables y soporíferas charlas políticas o sobre fútbol en las que en ocasiones me he visto obligado a participar por educación.
Viva Ripstein y el corte de pelo a navaja, grité al tiempo que me levantaba del sillón y el otoño empezaba a asomar su cabeza por la puerta de tan cinéfilo local.
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