Sin duda alguna, lo que más me gusta de la ciudad de Córdoba es pasear sin rumbo fijo por entre sus empedradas calles, sentir la textura de las desiguales piedras que coronan su asfalto, en mis urbanos talones. Me gusta dejarme llevar por mis pasos perdidos, admirando de sosegadas maneras todos y cada uno de los rincones de su confuso callejero. Es precisamente en la anarquía viajera donde servidor mayor placer a la hora de visitar una ciudad, sin planes previos, sin visitas guiadas, sin compromisos previos. Deambulábamos por los alrededores de la mezquita, disfrutando de cada uno de los rincones que esta nos regalaba, repartiendo nuestra atención con el objetivo de nuestras cámaras digitales. Nos impregnamos sin querer de su historia, de los siglos que acumulan a sus espaldas y que lucen sin pudor, con el orgullo que te otorga la veterania. Curioseamos en las tiendas de recuerdos, ejerciendo sin decoro de improvisados turistas. Visitamos la Sinagoga judía, el mercadillo de artesanía, nos perdimos por las enrevesadas y estrechas calles de la judería al tiempo que sin prisa pero sin pausa dábamos buena cuenta de las tapas y vinos que encontrábamos a nuestro paso. Visitamos finalmente su Museo arqueológico, nos impregnamos de su historia y descubrimos las ruinas de un antiguo teatro romano mientras palpábamos sin recato sus piedras que altivas y solemnes nos hacían participes de su glorioso pasado.
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