Cogio su mano con firmeza, agarrándola con inusitada fuerza, en abrumador contacto con todos y cada uno dé los poros de su piel.
En un absurdo intento por no dejarla escapar, y al compás de sus últimos suspiros, apoyó la cabeza en su hombro, persistiendo en la exasperada idea de no perderla para siempre, mientras besaba su mano en un último intento por regalarle la vida. La vida que a ella le faltaba y que el había comenzado a perder.
Un último y definitivo estertor, puso fin a su agonía, a su larga e injusta agonía. Un seco y rotundo estertor le devolvió a la más cruda de las realidades, aquella que la imaginación ni siquiera se había querido plantear.
Un gélido e insensibilizado “ya esta” en boca del medico de guardia, no hizo mas que confirmarle lo que ya sabia y se negaba a aceptar. Desesperado, volvió a coger la mano de ella con fuerza, al tiempo que, en un último intento por retener su esencia, hundía su entrecortada respiración en el pecho de su madre. Ese mismo pecho que le había dado calor y protección durante toda su vida.
Habían transcurrido cerca de tres meses desde el fatal desenlace, tres meses en los que Miguel apenas pudo dar tregua a la tristeza y el dolor. Un más que oportuno cambio de domicilio, una nueva vida, habían marcado su devenir cotidiano, marcado por el continuo ajetreo que provoca un cambio de residencia. Fueron meses marcados a golpe de mudanza, con la provisionalidad como compañero de viaje. Meses de apresuradas y continúas decisiones, meses de despedidas y bienvenidas en los que tuvo que relegar el dolor por la perdida a un segundo plano. No le falto, sin embargo, el apoyo de gente que le quería y que le acompañó en tan desesperado trayecto que por fin había llegado a su fin. Orgulloso por el trabajo realizado, paseaba por la casa, su casa, comprobando que ya todo estaba en su sitio. Fue entonces cuando reparó en aquella caja de cartón que reposaba sobre uno de los estantes superiores del trastero. Allí estaba, junto a una caja que contenía loza de cocina, y bajo otra que protegía a un pequeño radiador eléctrico.
Un golpe seco se instaló en su estomago cuando pudo ver la palabra que lucia en el lateral de la misma. Un escueto “mama”, escrito de tosca manera con rotulador negro, devolvió a Miguel a la más descarnada realidad. Sin pensarlo demasiado, bajó la caja del armario y la dispuso sobre la mesa del salón. De forma ceremoniosa comenzó a abrir aquella caja que unos meses antes, en plena mudanza, su amiga Raquel se había encargado de guardar para evitarle más dolor. Un ligero aroma apenas perceptible pero siempre reconocible, asomo de la misma en el momento en el que la abrió. En su interior compartían espacio prendas de ropa, objetos personales, documentos, de su madre que Miguel inmediatamente reconoció con una emocionada sonrisa. Como si de una joya se tratase, sacó de su interior un viejo batín, un viejo y ajado batín que sin poder reprimirse y dejándose llevar por la emoción, tomó entre sus brazos al tiempo que, de forma desesperada comenzó a oler con ansiedad, mientras cerraba los ojos.
Un intenso e indescifrable aroma le trasladó a un pasado no tan lejano. Una efímera esencia consiguió, durante escasos segundos, devolverle a su madre. Con delicadeza plegó el deslucido batín, humedecido por furtivas lagrimas, y lo introdujo de nuevo en la caja. Una caja que desde día pasó a formar parte de sus más valiosos objetos.
En un absurdo intento por no dejarla escapar, y al compás de sus últimos suspiros, apoyó la cabeza en su hombro, persistiendo en la exasperada idea de no perderla para siempre, mientras besaba su mano en un último intento por regalarle la vida. La vida que a ella le faltaba y que el había comenzado a perder.
Un último y definitivo estertor, puso fin a su agonía, a su larga e injusta agonía. Un seco y rotundo estertor le devolvió a la más cruda de las realidades, aquella que la imaginación ni siquiera se había querido plantear.
Un gélido e insensibilizado “ya esta” en boca del medico de guardia, no hizo mas que confirmarle lo que ya sabia y se negaba a aceptar. Desesperado, volvió a coger la mano de ella con fuerza, al tiempo que, en un último intento por retener su esencia, hundía su entrecortada respiración en el pecho de su madre. Ese mismo pecho que le había dado calor y protección durante toda su vida.
Habían transcurrido cerca de tres meses desde el fatal desenlace, tres meses en los que Miguel apenas pudo dar tregua a la tristeza y el dolor. Un más que oportuno cambio de domicilio, una nueva vida, habían marcado su devenir cotidiano, marcado por el continuo ajetreo que provoca un cambio de residencia. Fueron meses marcados a golpe de mudanza, con la provisionalidad como compañero de viaje. Meses de apresuradas y continúas decisiones, meses de despedidas y bienvenidas en los que tuvo que relegar el dolor por la perdida a un segundo plano. No le falto, sin embargo, el apoyo de gente que le quería y que le acompañó en tan desesperado trayecto que por fin había llegado a su fin. Orgulloso por el trabajo realizado, paseaba por la casa, su casa, comprobando que ya todo estaba en su sitio. Fue entonces cuando reparó en aquella caja de cartón que reposaba sobre uno de los estantes superiores del trastero. Allí estaba, junto a una caja que contenía loza de cocina, y bajo otra que protegía a un pequeño radiador eléctrico.
Un golpe seco se instaló en su estomago cuando pudo ver la palabra que lucia en el lateral de la misma. Un escueto “mama”, escrito de tosca manera con rotulador negro, devolvió a Miguel a la más descarnada realidad. Sin pensarlo demasiado, bajó la caja del armario y la dispuso sobre la mesa del salón. De forma ceremoniosa comenzó a abrir aquella caja que unos meses antes, en plena mudanza, su amiga Raquel se había encargado de guardar para evitarle más dolor. Un ligero aroma apenas perceptible pero siempre reconocible, asomo de la misma en el momento en el que la abrió. En su interior compartían espacio prendas de ropa, objetos personales, documentos, de su madre que Miguel inmediatamente reconoció con una emocionada sonrisa. Como si de una joya se tratase, sacó de su interior un viejo batín, un viejo y ajado batín que sin poder reprimirse y dejándose llevar por la emoción, tomó entre sus brazos al tiempo que, de forma desesperada comenzó a oler con ansiedad, mientras cerraba los ojos.
Un intenso e indescifrable aroma le trasladó a un pasado no tan lejano. Una efímera esencia consiguió, durante escasos segundos, devolverle a su madre. Con delicadeza plegó el deslucido batín, humedecido por furtivas lagrimas, y lo introdujo de nuevo en la caja. Una caja que desde día pasó a formar parte de sus más valiosos objetos.
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