Continúo con mi dolorosa cruzada dental en ese casi inalcanzable y deseado propósito de lucir en mi boca una esplendorosa “sonrisa profident”. Los miércoles toca dentista, y con la resignación de un jesuita y la valentía de un torero me lancé al ruedo bucal sin pensármelo demasiado. En esta ocasión si que iba a haber una buena faena por parte del dentista que me recibió en su consulta al tiempo que se ajustaba la montera a la cabeza.
Resignado apoyé m i cabeza sobre el respaldo del kubrickiano sillón para cerrar los ojos en el momento en el que el diestro empuñando cual banderilla una afilada aguja, la clavaba en mis encías en una faena digna de un primer espada. Para cuando empecé a notar lo primeros síntomas de la anestesia, todavía podía sentir los gritos y aplausos del público que puesto en pie pedía la oreja y el rabo para el torero. Una lluvia de pañuelos blancos agitándose nublaban mí ya de por si perdida visión mientras intentaba balbucear cuando apenas podía articular palabra con la boca medio dormida:
- La oreja y el rabo de quien….
Lo peor estaba por llegar y en la consulta se hizo el silencio cuando empezaron a sonar los clarines, los clarines del miedo. Lentamente, rememorando aquel famoso plano de “Lawrence de Arabia” pude ver como se acercaba el dentista con una especie de alicates, al tiempo que me decía…
- Ábreme la boca todo lo que puedas…
¿Para que? Pregunté indeciso mientras aquel sádico instrumento de tortura avalado por la OMS se agarraba con firmeza a mi muela. Cesarón los clarines, la muchedumbre en sepulcral silencio asistía expectante a la faena, mientras servidor ajeno a todo lo que sucedía a su alrededor y mientras se retorcía en aquel potro de tortura de diseño podía escuchar el sonido de las raíces de mi muela del juicio arrancándose de mis encías.
Un estruendoso y sonoro aplauso me sacó de mi incomodo letargo, al abrir los ojos pude ver al dentista brazo izquierda en jarra mientras con el derecho en alto enseñaba la pieza extraída. No se si fue el efecto de la anestesia pero me pareció ver a la enfermera vestida con teja y mantilla tirando claveles con el fervor y entusiasmo de la duquesa de alba mientras el torero al ritmo del pasodoble “Pepita Creus” daba la vuelta a aquella improvisada plaza. Y es que ya lo dice el refrán:
“Donde se ponga una buena corrida, que se quiten los toros”
4 comentarios:
Mi madre diría... "como se nota que no has parido". Yo no voy a ser tan cruel, porque el miedo y el dolor cada uno los siente a su manera.
Que te mejores.
ES que si que he parido,pero eso fué hace muchos años cuando todavia era....mujer. luego me operé y me hice camionero, pero esa es otra historia,,,,
No dejas de sorprenderme, no se te nota nada nada.
yaaa...
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